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El conductor
La vida no se acaba en una silla de ruedas

A los 21 años yo tenía una vida podríamos decir que “normal” para un chico de mi edad. Estaba estudiando empresariales, tenía mi coche, una novia monísima, amigos fantásticos, me llevaba fenomenal con mi familia e incluso trabajaba los fines de semana… Una vida muy encauzada.

A los 21 años yo tenía una vida podríamos decir que “normal” para un chico de mi edad. Estaba estudiando empresariales, tenía mi coche (un Land Rover destartalado que para mí era el mejor coche del mundo), una novia monísima, amigos fantásticos, me llevaba fenomenal con mi familia e incluso trabajaba los fines de semana (con lo que me ganaba un dinero para escaparme a los Alpes a esquiar)… Una vida muy encauzada.

Hasta aquella Navidad de 1989.

Fue esquiando en Avoriaz, con un grupo de amigos, como hacíamos todos los años. Di un salto, como tantas otras veces; nada especial, quizá con un poco más de chulería. Pero esta vez salió mal, se me clavaron las puntas de los esquís en la nieve, di la voltereta y caí de cabeza: me rompí el cuello por tres partes (las vértebras 1, 5 y 6). Y aun así tuve suerte, porque la 1 casi siempre es mortal o te deja paralizado del cuello para abajo. Cuando me fui a levantar ya no podía moverme. Ni un músculo. Sólo podía hablar. Mis amigos, gracias a Dios, no me tocaron, no me cogieron ni me dieron la vuelta; eso puede ser letal si no se hace bien. El equipo de rescate apareció a los pocos minutos, me metieron en una camilla de cuchara (que se ensambla por debajo del cuerpo) y me bajaron en helicóptero al puesto de socorro. Allí me desmayé.

Cuando desperté era de ya de noche, estaba boca arriba, inmóvil; vi todo el cuarto lleno de plumas volando y pensé si acaso estaba ya en el cielo, pero en realidad me habían tenido que cortar el anorak para evitar moverme.

Consiguieron localizar a mis padres, que se vinieron desde Madrid en coche; no quiero ni imaginar cómo lo pasaron en ese viaje, doce o quince horas pensando que su hijo se estaba muriendo (lo cual era verdad). Me trasladaron a la UVI del Hospital Universitario de Grenoble, y me inmovilizaron la cabeza y el cuello con un aparato especial llamado compás (hierro, cuerdas, polea, pesas), que no me quitaron durante el tiempo que estuve en Grenoble más otros 63 días en Toledo. Tenía tubos por todas partes, en la boca, en la nariz, goteros en los brazos…

Pasaron varios días, siempre en la misma posición, en la misma situación. Me operaron a través de la tráquea y me colocaron una placa y tornillos en la columna. Por fin, unos días después me sacaron de la UVI y me trasladaron a planta. Desde ese momento decidí que iba a luchar, que no me iba a rendir a la desesperación, que no me iba a dejar vencer por la tragedia. Tenía suerte de esta vivo, de tener a mi familia y a mis amigos, a los mejores médicos y (eso lo supe después) de estar cubierto por el seguro, algo importantísimo que nunca, nunca debemos olvidar.

A los pocos días me trasladaron al Hospital de Parapléjicos de Toledo. Allí estuve otros dos meses boca arriba, sin realizar un solo movimiento. Pensando, reflexionando, recordando, esperando… En realidad no puedes hacer otra cosa, sólo esperar. Y procurar no desesperar.

Recuerdo perfectamente el primer movimiento que hice con el brazo, después de meses sin mover un músculo. Se me saltaban las lágrimas. Me empecé a mentalizar, a pensar que podía salir de aquella, pero que tenía que ser por etapas. Aunque no sabía con exactitud hasta dónde llegaba mi lesión, ni cuánto podría recuperar de mi vida “normal”. Fui pasando etapas, descubriendo lo que podía hacer y lo que nunca podría volver a hacer. Poco a poco fui avanzando y asimilando, con muchas ganas y esperanza. Aunque he de reconocer que lo que sí sentía era miedo. Durante aquellos 63 días se me murieron dos compañeros de planta; uno por una complicación médica y el otro… por una borrachera (se ahogó en su propio vómito). Es muy duro contarlo, pero creo que es importante saber que esa manera tan absurda de morir existe.

En esa situación atroz, por mucho que intentes salir adelante, empiezas a hacerte preguntas: ¿Viviré o moriré? ¿Volveré a andar? ¿Mis amigos me van a dejar, mi familia me seguirá queriendo? ¿Podré estudiar, trabajar, casarme con mi novia?… Todo, te lo preguntas todo; y como no tienes respuestas, lo que sientes es miedo y con el miedo no avanzas. Yo recuerdo que estaba todo el día lamentándome, lloriqueando, impotente, hasta que un día mi padre me dijo: “Mira hijo, esto es muy simple; tú te tenías que haber muerto allí hace 4 meses, así que todo lo que venga a partir de ahora es bueno”.

Mi padre tenía razón. Empecé a ponerme retos, primero mover un brazo, hacerme dos pasillos en la silla de ruedas, 10 minutos más de ping pong; y esforzarme por mantener a mis amigos, a mi novia. Los amigos han estado siempre ahí, no me han fallado y luego he conocido muchos nuevos amigos. Pero conservarlos es una labor tuya, es una cuestión de actitud positiva. Yo intenté no cambiar mi forma de ser, mi relación con ellos, pero no es fácil. Cuando íbamos a cenar me tenían que coger entre varios, meterme en el coche, si se me salía la bolsa para orinar (cosa que sucedía a menudo) me tenían que llevar a casa a cambiarme; y aunque se lo tomaran con naturalidad, yo acababa enfadándome con el mundo. Pero entonces aparecía mi madre, me cambiaba el pantalón mojado con una sonrisa y me decía: “¡ale, a seguir la noche!”

Y es cierto que no tienes por qué cambiar, es importante tratar de hacer lo mismo que hacías antes en la mayor medida posible. Muchas veces me preguntan qué hubiera sido de mi vida si no hubiera tenido el accidente y yo respondo que, sinceramente, no sé si habría sido mejor o peor, lo que si sé es que no habría sido mi vida. Esta es la que me ha tocado luchar y disfrutar y en la que he de intentar ser lo más feliz posible. No es bueno vivir lamentándose, preguntándose “¿por qué me tiene que pasar una tragedia tan tremenda?” Lo que hay que preguntarse no es ‘por qué’, es ‘para qué’; y la respuesta es: para a valorar las cosas que tienen realmente importancia. Esas pequeñas cosas. Yo me siento afortunado cuando voy a tomar el aperitivo con mis amigos, y doy gracias por tener una casa en Denia, y por poder tomarme un helado o pasear…

Entre todas esas reflexiones, decidí dejar la carrera (no me gustaba y tampoco iba excesivamente bien) y un tío mío me ofreció entrar en un nuevo proyecto que estaba creando, una empresa de gestión fondos, en la que pasé 10 años de mi vida; trabajando duro, formándome como profesional. Fui muy feliz durante aquellos años, aprendí muchísimo, pero físicamente era agotador y al final acabé saturado, con muchos dolores. Así que decidí dar un cambio de rumbo a mi camino.

Y en ese camino, tuve la enorme suerte de que se cruzara Mar Cogollos, que ya estaba en AESLEME. Empecé a colaborar con la Asociación dando charlas en colegios e institutos. Luego fui involucrándome cada vez más, formando parte de la junta directiva como secretario y luego como director de relaciones externas, responsable de patrocinios y subvenciones. Un privilegio. He sido realmente afortunado por haber compartido más de 10 años de mi vida con Mar y su equipo. Sobre todo con Mar, porque es de esas personas-medicina que te cargan de energía positiva, que siempre tienen una sonrisa que regalarte; no paras de aprender a su lado en todos los aspectos.

En 2013 empecé a sufrir más problemas físicos y me dije que había que pisar un poco el freno. Después de veintitantos años trabajando, decidí plantearme las cosas de otra manera. Dejé el día a día en la oficina, aunque seguí colaborando con la Asociación, ahora más centrado en las charlas.

Después de tantos años de desgaste físico solicité la gran invalidez, pero me la denegaron; creo que soy el primer tetrapléjico de España al que se la deniegan. Algo que me ha dolido mucho a nivel personal y también a nivel económico, porque podría haber ayudado más a mi madre. Pero luego pensé que esto no me iba a amargar la vida; haré menos planes, pero seguiré adelante. No se merecen ni un poco de mi sufrimiento.

Entre otras cosas, empecé a estudiar Historia en la UNED, porque me apasiona, y también por mantener la cabeza activa, por lanzarme un nuevo reto. Siempre tenemos que estar lanzándonos nuevos retos. Es lo que nos mantiene vivos.

Porque la vida no se termina después de una lesión como la mía. Hay otra vida, diferente, ni mejor ni peor; simplemente es la que nos ha tocado.¿Para qué voy a lamentarme por lo que he perdido, aunque sea mucho, cuando puedo disfrutar de lo que me queda, que también es mucho? Deporte, familia, amigos, viajes, planes, libros… Y, sobre todo, mucho sentido del humor. A menudo, es lo que nos salva.

La vida no se acaba en una silla de ruedas, pero cualquiera puede acabar en una silla de ruedas por una imprudencia tonta, o por mala suerte, o como lo queramos llamar. Algo que muchas veces se puede evitar simplemente con tomar medidas preventivas. Con tener un poco de cuidado. Especialmente en el coche.

Yo tuve también una experiencia terrible en la carretera. Mi primer fin de semana libre en Toledo, 5 meses después del accidente, mis primos me organizaron una fiesta a unos kilómetros de Madrid. A las tres de la mañana me vinieron a recoger mis padres y, volviendo ya a casa, un chaval que bajaba por la carretera, cargado de copas, nos dio un golpe brutal. Rebotamos de un guardarraíl a otro y el coche acabó dando varias vueltas de campana. Siniestro total. A mí me salvó la vida el cinturón de seguridad y a mi padre también. Pero cuando miramos hacia atrás para ver qué tal se encontraba mi madre… no estaba. Había salido despedida por el parabrisas trasero y había caído a 150 metros del coche, en mitad de la carretera, en plena noche y con un montón de coches bajando a toda velocidad. Milagrosamente no le pasó nada, aparte de un traumatismo craneoencefálico.

Mi mensaje es que nadie, nadie, tiene derecho a provocar un accidente que mate a otras personas, con la excusa de pasárselo bien y tomar copas. A mi madre estuvo a punto de sucederle; y no hubiera sido justo, porque probablemente yo no lo habría superado. Eso nos habría matado a todos. No se puede jugar de esa forma con la vida de los demás.

El fallo radica en que la gente joven tiene una percepción del riesgo equivocada o nula. No sólo en el coche: zambullidas en la piscina, deportes con un cierto riesgo, las motos, las playas, las tormentas de viento, cruzar la calle mirando el móvil… Por eso es esencial que tengamos más campañas de formación y concienciación, y que sea a todos los niveles: en las familias, en los colegios, en las empresas, en la televisión. Esta es la labor que hacemos desde AESLEME, intentar que vean las consecuencias, que estén más concienciados, que tengan más conocimiento. Aprender a disfrutar de la vida pero con un poquito de cabeza. Y por eso es tan importante la labor de Emotional Driving. Una iniciativa que debería extenderse por toda la sociedad.

Fabricamos coches cada vez más seguros, diseñamos carreteras cada vez más seguras, pero no formamos conductores más seguros. No estamos hablando de accidentes, de cifras, de estadísticas; estamos hablando de vidas humanas. De la tuya, de la mía. De ahí la importancia y la urgencia de una buena educación en seguridad y en valores, en responsabilidad con uno mismo y con los demás. La vida es demasiado preciosa como para jugársela por llegar un poco antes.

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